CONVIVIR CON EL ENEMIGO
Estamos a comienzos de 1946. El matrimonio,
Rafaela y Juan Antonio, vive en un piso no muy grande de Madrid y ya tiene su
primer hijo desde dos años antes. En la vivienda, el crío está rodeado de
personas mayores y, aunque se desarrolla con normalidad y es capaz de entretenerse por su cuenta, los padres
deben pensar: “No es bueno que el niño
esté solo”. Ésa puede ser la razón por la que deciden aumentar la
familia.
Cuando ella nota la
segunda “falta”, la pareja acude al tocólogo quien confirma sus sospechas: “Dª Falita, está usted embarazada”.
Durante los meses siguientes, las visitas al médico son frecuentes; todo el
proceso avanza sin demasiados contratiempos y, en un momento dado, el galeno
exclama: “¡Miren que si fuese un ‘Niño
Jesús’…! Pero el nuevo vástago muestra ligera impaciencia y se adelanta a
las previsiones. Al final de la primera semana de diciembre, está ansioso por
ver este mundo y… llega… ¡vaya prisas! tras un parto normal. Son las 5 de la
madrugada del día 7. Ese segundo hijo varón, soy yo, Rafael.
Gano peso, crezco en
estatura, pero…no duermo bien; lloro a pulmón lleno casi toda la noche, hasta
el punto de que mis padres, preocupados, acuden conmigo a la consulta del
puericultor quien, después de una completa y concienzuda revisión, les dice: “Nada
de nada, su hijo está perfectamente, lo único…que les ha salido llorón”.
Volvemos a casa; ellos, más tranquilos y yo…entregado al sueño ¡Tiene
“bemoles”!
Empiezo a gatear aunque
no hago intención todavía de ponerme en pie. Lo cierto es que a ninguno de mi
familia le extraña la circunstancia a pesar de que ya tengo dos años de vida.
Un día, invitado mi
padrino de bautizo (cardiólogo) a comer, mis padres y yo regresamos de algún
corto paseo -yo, de la mano de mi padre- y el padrino, tras verme mal andar, a
guisa de saludo, les espeta: “¿Cómo
tenéis al crío así…?”; ellos, con gesto contrariado, le lanzan una mirada
tan sorprendida que él se apresura a aclarar: ¡no, si lo digo porque el niño tiene el tendón de Aquiles izquierdo
corto! Este ‘diagnóstico’ es la primera señal externa de que algo me
falla. El ‘ojo clínico’ de mi padrino ‘ilumina’ a mis padres quienes, una vez
más, me llevan al puericultor. Él está de acuerdo con esa afirmación y les habla de un cirujano que, tras verme,
señala el quirófano como última solución. Así las cosas, días antes de mi
tercer cumpleaños, me practica una “elongación
plástica”
del tendón afectado y, después de casi cuatro meses con escayola, doy mis
primeros pasos erguido.
A
partir de ese instante, dos nuevas llamadas de atención asoman. Una, no uso la
mano izquierda con soltura; otra, bizquea mi ojo también izquierdo ¡qué
coincidencia de lado! Pero nadie la relaciona entonces y nada más se recurre a
unas gafas para la vista y a ejercicios para la mano que me realiza mi madre.
El estrabismo no se corrige y los ejercicios en la mano provocan impaciencia en
mi madre y dolor a mí sin ningún atisbo de mejoría, por lo que los dejamos de
hacer.
De regreso a Madrid después de las vacaciones (1958), un domingo
tenemos intención de comer fuera de casa. Iniciamos la ruta, pero no podemos
acabarla; algo continúa estando mal en
mi organismo; aparece la primera crisis epiléptica. Todos nos asustamos,
regresamos al hogar y se avisa al puericultor (está acostado, pero se levanta y
llega a casa ¡¡en pijama!!). Yo, mientras, medio adormilado, le escucho: “No tiene demasiada importancia, pero si le
sobreviene otra en poco tiempo, tendrá que verle un neurólogo”. Y, la que
ha de suceder, sucede quince días después. El puericultor menciona entonces un
nombre y a él acudimos. Luego de escribir la pertinente ficha, me ordena en tono
suave: “Siéntate en ese sillón lo más
recto que puedas”. El mueble es
amplio, pero de la parte superior sale una cascada de cables; el conjunto me
recuerda a una silla eléctrica. En realidad, eso es, con una sutil, pero
completa diferencia: ésta no mata. Electroencefalograma, pruebas de reflejos,
fuerza…; una exhaustiva exploración. Ésta es la primera constancia visible de
la enfermedad -en rojo, el lugar exacto: electrodo nº 4-.
Tras haber estudiado
las pruebas, surgen entre el neurólogo y mis padres las lógicas preguntas y
respuestas. Del médico a mi madre: “¿No
se dio un golpe durante el embarazo? Ella asegura que fue el mejor de los
cuatro que tuvo. De mis padres al doctor, las normales mirando por el futuro de
un hijo enfermo. El doctor les borra cualquier sombra de duda, si bien les da
su parecer: “Creo que las crisis pueden acabar
cuando termine de desarrollarse; sí, deberá medicarse diariamente, pero por favor, aunque les cueste, NO LE
RECLUYAN EN CASA, que se relacione; permítanle llevar una vida lo más normal
posible, que vaya asumiendo su situación con la mayor naturalidad y, en casa,
trátenle igual que a sus otros hijos, NO HAGAN DISTINGOS”.
A partir de la primera
consulta, me recibe cada seis meses; pasado un tiempo, una vez al año. Desde
entonces, no se separa de mí una nota indicativa de qué hacer en caso extremo,
porque las crisis, a veces, pueden hacerme perder el conocimiento; de hecho, la
última vez que así ocurre estamos en clase de Ciencias con Don Rafael Ibarra.
Detrás de mí, se encuentra José Ignacio López Alonso (q.e.p.d.). Me gasta
una broma de palabra y me cuenta días después: “Te insulto y veo que te
giras a mí con los ojos en blanco. Con un susto tremendo en el cuerpo, aviso al
profesor; él corta la explicación y llama
al Sr. García Saúco que te lleva a casa”.
En
ese primer encuentro, mis padres informan al neurólogo de que unos días más tarde
tenemos cita con un cirujano oftalmólogo barcelonés -discípulo del Dr. Barraquer-
que acude en ocasiones a Madrid, para que me examine. Es el motivo por el cual
el 28 de Octubre no puedo asistir a la última clase de la mañana; me vienen a
buscar y, durante el camino andando por la calle Pablo Aranda hasta el
Sanatorio San Francisco de Asís, soy un manojo de nervios que se me desbocan cuando el doctor dice: “Que
no coma; vuelvan a las cuatro y le opero”. Alrededor de las cinco, entro en
quirófano; salgo aproximadamente una hora después sin ver porque un apósito
cubre mis ojos y los cubrirá 48 horas. Transcurrido ese tiempo, volvemos a la
consulta; es entonces cuando nos explica que me intervino en los dos para
“equilibrarlos”. “¡¡¡NO LOS ABRAS HASTA
QUE YO TE DIGA!!!”. Estoy como un flan. Los destapa con sumo cuidado bajo
una tenue luz. “Abre lentamente”. Ya lo
están del todo; veo algo borroso, pero lo suficiente para notar en el rostro
del cirujano una sonrisa. ¡Todo perfecto!
exclama y, a continuación, me los examina concienzudamente. La única
precaución posterior es llevar gafas de sol durante un periodo corto para
evitar los rayos directos, nada más. Resulta asombroso: Pasados otros dos días,
voy con mi padre al Santiago Bernabéu a ver un Real Madrid-Atlético.
Los
años siguen su curso, las crisis también, la ciencia avanza y el neurólogo
apunta la posibilidad de acudir a un neurocirujano que confirme si la lesión es
operable o no. Ya sin mis padres, voy a verle -nada tengo que perder- . Le
expongo el caso, ve las pruebas realizadas y concluye: “Tu lesión es como una cicatriz de la que se conocen sus efectos -las
crisis-; quitártela supondría hacerte otra cuyos efectos no sabemos, aparte de
que podríamos tocar algo indebidamente. Mi consejo es dejar las cosas como
están. ¿Es duro? Sí. Quizá, el momento habría sido tras descubrir esa
malformación, pero ahora, tu cabeza está acostumbrada a una presión
intracraneal concreta y variársela traería consecuencias imprevisibles”.
El
enemigo acecha; convulsiona, abre mi cuerpo a extraños virus incordiantes que
me causan alopecia areata, hérpes zóster -ambas por dos veces-; mi brazo
izquierdo, cada vez más “espástico” (contraído)
y atrofiado; por mi forma de andar, no solo tropiezo con frecuencia o caigo
sino que, en mi columna vertebral,
empiezan a aparecer la escoliosis
(desviación) y la cifosis (curvatura
anormal) aunque yo no acepto un sinvivir, procuro hacer caso al consejo del
neurólogo y miro hacia adelante; pienso:
“otra gente -me fijo, sobre todo, en mujeres- está en peor situación que la
mía” y…sigo siendo portero de mi vida ¿con fallos clamorosos? Por descontado,
pero también con paradas antológicas que dejan boquiabierto a quien las
contempla.
1972.-
A mi padre le duele una rodilla. El traumatólogo del Real Madrid le dice que el
menisco está roto y debe operarse. Él no está dispuesto y llama a un amigo que
trabaja en un sanatorio por si conoce a alguno. Hay suerte y, según dice, es el
mejor cirujano traumatológico del momento. Va a su consulta, le da la solución
a su problema y, a la vista de sus resultados, le comenta mi caso. Cuando mi
padre regresa a casa luego de esa conversación, la cuenta y, aún sorprendido,
me dice: “Te ha retratado como si te
tuviese delante y traigo cita para ti”.
Voy
a la consulta; esta vez acompañado por mis padres, con ganas los tres de
escuchar las palabras del doctor quien confirma que el tendón de Aquiles del
pie izquierdo está otra vez corto y,
respecto a mano y brazo, explica que me intervendrá en dos operaciones con unos
meses de diferencia. La primera, doble, el 29 de Febrero. En el pie, una
segunda “elongación plástica” del tendón, de nuevo corto
(abre por la misma cicatriz de veinte años atrás) y, en la mano, “trasplante de tendones de los dedos índice
y pulgar, además de cirugía reconstructora en la muñeca”. Un mes escayolados
ambos miembros y luego, durante tres, una férula en la mano -hasta casi el
codo- para que se amolde a la nueva postura. El 16 de Noviembre, “neurectomía selectiva de pronadores y
supinadores” que, para un profano, significa cortar los nervios oportunos
de manera que no puedo realizar giros con la muñeca y, sin embargo, ayuda a que
la estética sea más natural.
La
epilepsia persiste y, por ella, las crisis. En mi caso, como las mujeres
fértiles, una vez al mes de media.
1979.- El neurólogo
sabe que en Madrid está instalada una Unidad de Escáner en el Sanatorio Rúber
de la calle Juan Bravo y solicita que me hagan la prueba. Será buena para mí
porque permitirá ajustar dosis de la medicación y, de igual modo, para él
porque podrá ‘ver al enemigo’, sabrá qué y cómo es. Una vez realizada, en el
resumen del informe se lee: “Quiste porencefálico frontal derecho e
hidrocefalia triventricular”, es decir un trastorno extremadamente raro,
cuya causa se ignora, unido a la mala compañía de tener el líquido cerebral
esparcido por tres de los cuatro ventrículos. Ésta es la imagen:
Las crisis continúan
cíclicas. Una de ellas la soporto de pie, aferrado a un camión porta-cristales;
otra, caigo sobre la calzada y casi me atropella un coche. Por descontado, prohibido conducir y prohibido el
alcohol.
1986.- Se me practica
una segunda T.A.C. que revela la existencia de “cuerpos callosos anormales” en esa zona por lo que es
recomendable una resonancia magnética que descarte cualquier complicación. En
el informe, no se indica ninguna, pero si concluye: “Lesión producida en el octavo
mes de embarazo por una isquemia cerebral”. Tal precisión en el diagnóstico
me deja perplejo; estoy a meses de cumplir los 40. El quiste estuvo, está y
estará ahí SIEMPRE, aunque jamás se conocerá qué lo causó.
Imagen del quiste en 2015
1987.-
Algún ‘soldado’ del enemigo quiere hacerse el héroe y me declara su guerra
particular. Descarga su munición en mi espalda que duele sobremanera. Relato a
un traumatólogo amigo mi problemática y exclama sorprendido: ¡ A ver si es una patología del estómago
cuya manifestación se refleja atrás! Toma este antiinflamatorio durante 10 días
y, cuando acabes el tratamiento, vuelve a verme”.
A
pesar de la medicación, el dolor no remite sino que, al contrario, aumenta.
Acudo a “La Paz” el 13 de setiembre. Me diagnostican “artrosis cervical” y los
doctores están de acuerdo con que termine el tratamiento antiinflamatorio
prescrito con anterioridad.
Tres
días más tarde, en vista de que el dolor continúa su escalada y que debo ir
aprendiendo a soportarlo, tomo una tila para relajarme pues la tensión que
siento es tremenda. Trago el primer sorbo y ¡Aaaaaay!
Ahora sí ¡¡me duele el estómago!! Llamada
al médico de urgencia…ambulancia y…al hospital. Aquí, tras exploración y varias
pruebas -la última, punción de aire en la espalda; mis gritos no los iguala
Tarzán- confirma: “Perforación del tamaño de una moneda de 25 pesetas”. Entro en
quirófano donde se me extirpan tres cuartas partes del órgano y, de paso, la
vesícula biliar, llena de ‘piedras’
debido a los fármacos que tomo a diario desde hace años y NO PUEDO DEJAR.
2013.- Las crisis epilépticas motoras están medio dormidas, no así las jaquecas que tienen
una manifestación muy particular cuando son provocadas por lo que creo son
“crisis solapadas”. Me encanta el
espectáculo de las tormentas, pero no las resisto; al ser tan colosal su
actividad eléctrica, noto cada relámpago o cada rayo sacudirme el cuerpo aunque
exteriormente no se aprecia.
Con
el paso del tiempo, el enemigo tiene las ansias calmadas, no así su ejército del
que van surgiendo nuevos ‘soldados’ que quieren significarse sí o sí e intentan
hacer más duro mi caminar diario; se esconde uno debajo de otro como las ‘matrioskas’ y salen a combatir sin pedirme autorización; como dice mi hermano,
debe de ser la “vejentud”.
Sin
embargo, ese enemigo puede obligarme a convivir con él, pero, aunque me cuesta
mucho tiempo la escritura, no puede impedir ni la nueva reunión con todos
vosotros ni que os cuente esta realidad. Sois el Regimiento de Infantería “Promoción
del Ramiro”, parte importante hoy de mi pequeña gran victoria.
Rafael
Gª-Fojeda 1-Febrero -2013