RESONANCIAS MAGNÉTICAS
Tenía cita, ayer, para hacerme una. Tanto Laura como yo pensamos que será
de cervicales para ver cómo están casi cuatro años después de mi operación por
estenosis medular; es por la tarde a última hora, por lo cual, la mañana
transcurre como cualquier otra, eso sí, con la seguridad de tener que comer
antes, pues, previamente a la prueba, debo de estar ¡6 horas! en ayunas ¡qué le
voy a hacer sino cumplir con la norma!
Después, cuando es momento de marcha ¡al
hospital que nos vamos! Al llegar, menos mal, es corta la espera pues,
enseguida nos avisan.
Al ser resonancia de cervicales, ni me
hacen desvestirme; gracias, porque la temperatura de la sala es, más bien,
fresca al entrar, frescor que pronto se esfuma. Así las cosas, me ayuda la
radióloga a subir a la máquina, sujeta mi cabeza con un duro collarín y vuelvo
a preguntarme ¿no era de cervicales? ¡No! Es de cráneo. Me da un timbre... para
avisar si acaso me ocurre algo y en el dedo índice izquierdo me coloca una
especie de pinza, quizá para ir controlando mi frecuencia cardíaca y me da dos
tapones para los oídos pues, los imanes de aparato lo que producen son ruidos
de distintas frecuencias e intensidades, pero ¡¡ESTRIDEEEEEENTES!! a
más no poder, que, para mí, son los peores, por lo que los tapones me sirven
de, prácticamente, NADA; sin embargo, tengo que sufrirlos sí o sí. Acto
seguido, me introduce en la máquina y me habla con voz no imperativa: "Tiene
que permanecer muy, muy quieto porque, si se mueve lo más mínimo, hay que
empezar de nuevo la prueba". Y yo, como el genio de la lámpara de
Aladino, pienso: "Escucho y obedezco".
Cierro los ojos
para abstraerme lo más posible y... ¡a aguantar la paliza sonora!
¡¡¡Aaah, por fin concluyen
30 minutos de tortura!!! -digo para mis adentros-; la radióloga ha salido y,
cuando vuelve, me espeta: “He hablado con
su mujer porque ya no tengo más pacientes, y la he comentado que si le parecía
bien, le hago la resonancia cervical, ya que han venido y así no les hago
volver otro día. Ha asentido, de manera que, por eso, he regresado; así que,
por favor, túmbese de nuevo”.
Y
yo, que estaba tan contento, pienso: “Mi gozo en un pozo ¡vaya! No me queda otra que
continuar”. La radióloga empieza por decirme: “Son 20 minutos más, total…” y, resuelta, me coloca justo debajo de
la barbilla, en el inicio del pecho, un aparato auxiliar -nada liviano, por
cierto- que, debo de soportar, cómo no, inmóvil durante la exploración que,
espero, deseo y, sobre todo, confío en que no se le ocurra, por aquello de “ya puesta…, así practico”, hacerme otra
más del dedo gordo del pie izquierdo o, a saber de qué parte de mi ya maltrecho
esqueleto.
Por
suerte para mí, el final de la segunda exploración es el fin de un largo
suplicio postural -50 minutos que me han parecido 5000-; por descontado, ella me
tiene que ayudar a ponerme de pie, sujetándome ligeramente porque no me
mantengo seguro y, además, me noto bastante aturdido y gracias que, no he de
vestirme pues, si lo debiera de haber hecho, doy con mi cuerpo en el santo suelo de baldosas y, probablemente,
me hubiese dañado alguna zona más.
En
definitiva, una experiencia bastante, muy dura para el físico, pero que,
veinticuatro horas más tarde, la mente me permite contar, creo que con
suficiente lucidez.
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